Se querían a morir, literalmente.
Y no se lo explicaban y se resistían a esa idea, por eso se hacían tantas preguntas retóricas:
¿Se puede morir de amor?
¿Es el amor la guerra?
¿Es la guerra la muerte?
¿Es la muerte el amor?
Y mientras intentaban analizar sus sentimientos, sus grietas y vértices más invisibles, no eran conscientes de lo pretencioso que era aquello. Porque los sentimientos existían por sí mismos, en paralelo, también durante todo ese proceso mental. ¿Cómo iban a entender algo que ni siquiera podían controlar?
El amor no se puede investigar, como la divinidad, como la muerte. Hay leyes naturales o fuerzas cósmicas que desconocemos y seguramente sea porque debe ser así.
Quizás se querían tanto que les atormentaba y vivían en un intento desesperado de control del Universo. Se querían tanto que uno estaba pendiente del suspiro del otro. Cuando uno andaba lento el otro se desesperaba. En definitiva, querían caminar con los mismos pies pero de esa manera tropezaban una y otra vez.
¿Puede que su verdadero miedo fuera a dejar de morir de amor? ¿Puede que la vida sea tropezar? ¿Quién cree que la vida es una llanura? Parecía inevitable la convergencia de amor y miedo. ¿Pueden coexistir simultáneamente? Dicen que la existencia de uno supone la supresión del otro. Pero del dicho al hecho hay un trecho.
El miedo y la muerte suelen ir de la mano.
¿Y qué es la muerte sino la entrega de nuestro cuerpo y alma a lo desconocido, en un viaje sin retorno en búsqueda de la paz y la seguridad?
¿Y si el amor verdadero fuera exactamente lo mismo?